En ésta ocasión contamos con la colaboración de Lidia Polo para nuestra sección Expresión Saludable. Lidia comparte con nosotros relatos de salud que nos atrapan de principio a fin y que nos dejan un mensaje muy profundo sobre el que reflexionar.
Índice de contenidos
Una compañía inesperada
Lidia escribe “Hay enfermedades que no se curan con una operación, pero que son reales y existen. La salud mental es importante y todos tenemos un proceso en nuestra vida, por pequeño que sea, que requiere de un apoyo médico. Que no sea físico, no lo hace menos importante. ¡Date una oportunidad! Mímate y cuídate”.
Era un día lluvioso de diciembre. Agua helada que caía del cielo, que se colaba entre los pocos rincones que dejaba la espesa capa de ropa que llevaba conmigo, clavándose como hielo hiriente.
Había pasado la mañana saliendo de un establecimiento a otro para cerrar la venta de la casa que un día pensé sería mía. Allí me encontraba, compuesta y sin novio, abandonada como regalo indeseado de Navidad.
Me sentía abrumada. Solo quería encerrarme y no volver a ver la luz del sol. Noches sin dormir donde mis amigas “ansiedad” y “llanto”, jugaban rodeándome con sus brazos fríos, como el mismo temporal de hoy.
Hastiada, entré en la primera cafetería que encontré. Su aroma a café me embaucó. Mis pensamientos recurrentes quedaron al otro lado de la puerta.
Me acomodé en un pequeño sillón de colores que quedaba libre; todo estaba repleto de gente que charlaba, reía y pasaba su lengua por sus labios, jugando con la espuma de aquella bebida mágica. Y allí, al fondo, lo vi: era el hombre más atractivo que pude imaginar. Aparté rápidamente la mirada y comencé a retirar mi ropa de abrigo.
-Un café con leche, por favor. –Le pedí al camarero que fugazmente se había presentado en mi mesa.
Mientras seguía acomodándome en el pequeño sillón mullido, junto al gran ventanal por donde resbalaba el agua de la lluvia, sentí una voz. Me giré y, allí estaba él, con sus ojos verdes, su sonrisa suave y aquella voz grave pero melodiosa.
-Ha quedado este sitio libre. ¿Te importa que te acompañe? –Preguntó.
No pude articular palabra. Mis gestos torpes retirando mi ropa de abrigo para dejar espacio a una compañía inesperada, era más que suficiente.
-Hace un día pésimo –Sentenció.
-Sí, bueno, llueve mucho.
-No me refería al tiempo. Parece que no tienes un buen día.
Mis ojos se abrieron aún más.
-Cierto es que no. Pero me aburren las historias tristes. –Dije con desaire –Mira, para ser más exactos, siempre las he odiado.
-Es curioso que digas eso –Comentó de una forma tan suave que creí perderme en el sonido de su voz –En mi caso siempre he pensado que cualquier historia puede acabar como uno lo decida.
-Sí, claro –Reí –Eso será en los libros que hayas leído. En la vida real eso no existe.
Seguí riendo a carcajadas. No sabía ciertamente si eran nervios o, realmente me hacía gracia la idea de que un desconocido me hablara de finales felices. Dejé de reír cuando observé su cara seria.
-He sufrido una enfermedad bastante grave de la que he salido indemne y no ha sido por casualidad. ¿Crees que lo tuyo se podrá curar?
-Oh, lo siento pero, esto, mira, ¡a mí no me ocurre nada!
-O eso es lo que crees… ¿cuánto tiempo llevas sin dormir? ¿Piensas mucho en él? ¿Los dolores de cabeza remiten alguna vez? ¿Crees que aguantarás mucho más así? –Preguntó tan rápido que no pude hacer nada, salvo parpadear de forma absurda -¿Quieres que responda por ti?
Seguí paralizada. ¿Cómo podría saber tanto de mí? ¿Acaso era un acosador?
-No, no voy a hacerte daño. –Proseguía con tranquilidad y seguridad. –Solo observo: tus ojeras, tu malestar físico que te acompaña desde hace años. No te has parado a pensar que no solo estás arreglando los papeles de una casa que nunca sentiste tuya, ni de las citas médicas a las que acompañas continuamente a tus padres, tu trabajo y el poco tiempo que te dedicas a ti misma.
-No, no… no sé quién te ha podido contar todo esto, pero puedo decirte que la vida no es tan sencilla. Espero que no sea ahora cuando vengas a decirme que es importante dedicarme a mí, que hay tiempo para todo en esta vida y…
-Siempre hay tiempo para uno mismo. –Me interrumpió –Quizá no puedas darte cuenta por ti misma y necesites que alguien te lo diga.
-¿Quieres que vaya a un loquero? –Espeté.
-La salud mental es algo que todo el mundo debe cuidar. Piensa: vivimos en una sociedad adormecida, vivimos viendo la televisión y las redes sociales en cada pequeño momento libre que tenemos, queremos agradar a todo el mundo, somos perfeccionistas, como lo eres tú con tu trabajo. Nos enseñan cómo debemos vivir nuestra vida, no se ofrecen otras posibilidades salvo lo que ya está establecido culturalmente. –Seguía parpadeando hierática sobre el respaldo del asiento –Piensas que las oportunidades que te da la vida son casualidades y no aceptas que ¡te lo mereces!
-¿Te refieres a aquel concurso de escritura? Fue una casualidad –Respondí airadamente. –No era nada serio, no me esmeré y…
-Y ¿qué? –Me interrumpió –No hay nada más triste que dejarnos llevar por los mensajes negativos que está lanzando nuestra mente, para eso lleva entrenándose mucho tiempo, como es tu caso.
-No es tan fácil –Me hubiera gustado gritarle a la cara que no tiene ni idea (¿o sí?) para decirme todo aquello. Es cierto que no me sentía bien, no era feliz. Los dolores de cabeza y de espalda eran insufribles. Me dejaba el poco dinero que ganaba en remedios caseros, en citas médicas que no conseguían encontrar una dolencia física. Había dejado de hacer ejercicio, solo lloraba en casa por las noches hasta que acababa vencida por el sueño que, en la mayoría de las ocasiones, acudía tarde para acunarme. El cansancio era mi compañero de jornada: me acompañaba en las comidas, de camino al trabajo y a la cama.
-No pasa nada –me dijo dulcemente mientras ponía su mano sobre la mía –Para todo hay una solución. No temas si necesitas ayuda, todos la necesitamos, ¡incluso desconocemos las herramientas que nos podrían ayudar!
-¿Qué podría ayudarme a mí? –Pregunté rebajando el tono. Puede que este desconocido tuviera razón.
-Yo no puedo decírtelo… -Miró al suelo –Para eso podrías preguntar a tu loquero –Se echó a reír, tanto, que me contagió –Lo que sí puedo decirte es lo que a mí me ayudó: hace un tiempo, perdido en una cafetería como esta, comencé a escribir todo aquello que quería fuera de mi vida. Comencé a sentirme bien, sentía que con cada palabra que escribía, conseguía sacar de mí toda la pesadez, la carga que me acompañaba… fue todo muy liberador.
-¡Interesante!
-No siempre nos gusta la realidad que vivimos pero, ¿por qué no puedo crear mi propia historia? –Preguntó como si hubiera descubierto la aguja perdida en el pajar –Puedo crear, borrar, cambiar, hacer llegar a otros lo que siento.
Sonreímos embriagados por la situación.
-¡Esto no puede ser real! –Exclamé.
-Pues lo es, todo está dentro de ti –Señaló hacia mi persona con su dedo y después puso su mano suave sobre mi mejilla –Ahora, descansa.
Sentí que mi cuerpo se desplomaba sin control y me sumí en un sueño extraño. Al abrir los ojos, me encontraba acurrucada sobre el respaldo del sillón. La gente se agolpaba a mi alrededor.
-¡Por favor, necesita respirar! –Entre sombras, discerní al que era el camarero.
Me incorporé torpemente, parecía que todo había sido un sueño. Aquel hombre de ojos verdes ya no estaba a mi lado.
-¿Qué… qué… qué ha ocurrido? ¿Dónde está… donde está él? –Pregunté intentando buscarle entre las sombras.
-Lo siento, no sé por quién pregunta… -dijo el camarero extrañado –Ha estado sola todo el tiempo. Mire, voy a llamar al médico, que por suerte anda tomando un café. –Escuchaba a lo lejos.
No podía entender realmente lo que había ocurrido. Me sentía tan cansada que no podía moverme. Puede que mi conciencia me estuviera avisando de un peligro real del cual no me había percatado.
-Ya le he dicho al dueño que debe bajar la calefacción –Escuché. –Hace un calor horrible aquí dentro. –Se acercó a mí y comenzó a observarme más de cerca –Parece que se ha desmayado.
Cuando pude enfocar de nuevo mi vista, me di cuenta que aquella persona era él. Sus ojos verdes me hicieron despertar súbitamente.
-¡¿Eres tú?! –Grité efusiva.
-Lo siento, se está equivocando –dijo confuso –Me ha llamado el camarero, soy el médico.
Cuidar, cuidando
–¿Estás segura? –Me preguntaba aquel hombre con pelo largo y canoso. Su bigote rozaba sus labios de una extraña forma que me desagradaba.
-Sí, claro que lo estoy –Respondí con una sonrisa. Entusiasmada por mi tan ansiada decisión.
-Pues siento decirte que vivirás amargada toda tu vida. Saldrás del trabajo, llegarás a casa y verás a tu marido que ya no te mira como antes. Querrás volver a este día, te darás cuenta que te equivocaste de camino.
El movimiento del autobús al frenar en su parada me hizo despertar. Últimamente tenía muy presente lo que aquel profesor me dijo cuando le inferí que quería trabajar con personas en situación de dependencia.
Y ahí, me encontraba. Pensando que tenía razón. A día de hoy hubiera dado lo posible por volver a aquel día y elegir un nuevo camino. Llevaba años trabajando en una gran empresa, ya había alcanzado los 10 años cotizados y aun así no sabía cómo había llegado a ese punto.
Me había formado en una de las mejores universidades, continuos cursos, nuevos modelos de trabajo, pero eso me ofrecía un conocimiento parcial, solo teoría. Todo aquello era la cima del iceberg.
Escuchaba decir que el cuidador de un familiar era complicado, saber desconectar, pedir ayuda cuando se requiere, favorecer la autonomía de su familiar. Hasta en mi situación me había permitido el lujo de decir a mi madre cómo debía cuidar al abuelo cuando estaba enfermo. Le aconsejaba que saliera de casa, que limpiara menos, que descansara, mas nunca imaginé que, trabajar en una institución, me hiciera sentir lo mismo en mis propias carnes.
Sentí el clic de las llaves al abrir la puerta de casa. Regresaba de visitar a Carol, mi compañera de carrera. Ahora se dedicaba a ser una couch de grandes empresas como la nuestra. Impartía sesiones sobre la importancia de cuidar al cuidador de las instituciones. Estaba claro que la vida había cambiado: la mujer se había incorporado al mundo laboral, menos mujeres se dedicaban al cuidado exclusivo de su familiar en el hogar, actualmente, se encuentran muchos centros con posibilidades adaptadas a las necesidades de personas con dependencia, como nuestra corporación.
Carol me relataba cómo muchas empresas soportaban el paso del tiempo. En mi caso, estaba cada vez más convencida que la gente trabaja en lugares como éste por vocación y, otros, en la mayoría de los casos, porque necesitan un trabajo. La inmediatez, las continuas ausencias de trabajadores, hacía que el día a día se pasara de la mejor forma posible, aunque no se tuviera la formación requerida pues, el volumen de trabajo superaba cualquier expectativa.
-Amiga, -me decía Carol –Si no te cuidas tú, nadie lo hará. Ten por cuenta una cosa y es que, tu trabajo requiere de un conocimiento, de la teoría. Pero hay mucho más, como por ejemplo, saber trabajar tu perfeccionismo. No puedes exigir a una persona a que siempre haga todo bien, a exigirte una responsabilidad que no está en tus manos, a frustrarte… eso conlleva fatiga, que no descanses, etc.
Carol trabaja con escalas como el “Inventario de depresión de Beck”, “Inventario de ansiedad de Beck” o “Escala de sobrecarga del cuidador de Zarit”, algunos adaptados a empresas, incluso con el “Síndrome de Burnout”, los cuáles me enseñó a trabajar y adaptar a mi situación personal.
A Carol siempre le comento lo difícil que es trabajar con el dolor ajeno. Puede que no sea de tu propia sangre, pero hay una convivencia real. Muchos años de enfermedad que menguan, que duelen. Eres consciente de sus avances, pero también de sus retrocesos. ¡Cuán difícil es saber romper la barrera entre lo personal y lo profesional!
El tiempo es relativo cuando estás en el centro, es como vivir otras normas, beber de la rutina y de lo cotidiano. Objetivos que trabajar, planes de vida organizados a personas ajenas, cuando no sabes ni dónde dirigir la tuya. Plasmar en papeles lo que no sale en voz. -¡Más piel y menos papel! –Dice mi amiga. Pero estar dentro de la vorágine… ¿cuánto aguanta un cuerpo en esta situación?
No puedo dejar de sonreír cuando escucho que vivir bajo estrés acorta la vida, que tomes tiempo para ti, para relajarte. En verdad pienso que así es mucho más sencillo, cuando el trabajo se vive como lo que es, trabajo, pero mi día a día me lo impide. No puedo dejar de ilusionarme con cada paso y entristecerme tras una caída.
Puede que sea el momento de hacer devolver a las instituciones, que el trabajo que se realiza, a diario, es titánico. Que somos personas, cuidadores, familiares, psicólogos, enfermeros, agentes inmobiliarios, acompañantes… sin un título que lo corrobore pero que es trasversal a nuestro trabajo. Quizá sea el momento, de cuidar también al cuidador en instituciones, de ofrecerles apoyos y no abandonarlos entre tanto viento.
Buscar figuras como Carol, que nos enfoque en una dirección, que ayude a tirar la basura emocional que se acumula en nuestro cerebro. Buscar soluciones conjuntas, cuidar a las personas sí, pero también al trabajador.
La vida es demasiado corta como para no disfrutarla.
Mi máscara, ¿mi realidad?
Hoy era el día grande. Marta repasó todos los utensilios: pinceles, paletas con colores estridentes, pestañas postizas, coloretes, pintalabios. No puede faltar el disfraz y todos los complementos como una peluca de color azul eléctrico, la falda de tul y unas mallas amarillas para contrastar. Emoción desmesurada, ilusión de disfrutar. Sin duda, su disfraz sería ¡el mejor!
Sintió cómo la euforia se apoderaba de su cuerpo. Empezó por los pies que no paraban de moverse al compás de la música alegre que llenaba las calles del pueblo en los días de carnaval. Soltó un grito de emoción.
Justo en la pared, en el santuario del jolgorio, sintió unos golpes determinantes que tenían un significado claro: ¡Para ya! Su hermana, “la aburrida”, se encontraba en la habitación de al lado, seguramente leyendo algún libro con demasiadas letras. Una vez terminó de colocar su peluca, decidió pasar a despedirse.
Pom, pom, pom, sonó en la puerta, para acto seguido pasar. Como era previsible, su hermana estaba estirada sobre su cama, con su libro y tapones para los oídos. No había sentido su presencia.
-Venga, aburrida. –Dijo jocosa Marta, tirándole un calcetín de su atrezzo. -¿Hoy tampoco piensas salir?
Rosa miró a su hermana ojiplática, incorporándose de inmediato.
-Mírate, Marta. ¡Estás genial!
Marta dio una vuelta sobre sí, sujetando su tul y se reverenció: -¡Gracias!
Rosa hizo un hueco a su hermana y la invitó a sentarse a su lado. –Adoro cuando llegan los carnavales.
Marta se sorprendió. Su hermana… ¿adoraba los carnavales? Nunca había visto un disfraz en su habitación, un brillo en sus ojos ni una máscara de pestañas. Siempre, tan natural. Rosa debió notarlo en su mirada y soltó una carcajada.
-No te rías de mí, Rosa.
-¡Ya estamos! –Sentenció bromista -¿Por qué crees que siempre me estoy riendo de ti?
-No sé, eres la hermana mayor. ¡Y una sosa! –Marta golpeó a su hermana con su almohada.
-Me gustan porque te veo feliz.
-¡Son días para serlo!
-No me refiero a eso, Marta. Siempre has sido una persona muy divertida para estas fechas del año, mientras el resto te escondes bajo un manto gris de melancolía. ¡No eres así! Eres pura alegría pero te empeñas en taparlo. ¿Sabes? Los carnavales aparecieron como una fiesta pagana donde se extendían cartas blancas a todo ser humano. La gente tapaba su cara y disfrutaba de los pecados mortales antes de entrar en la cuaresma. La cuaresma podríamos llamarlo así, en tu caso, el resto del año: modosa, educada, seria, responsable, trabajadora… pero nunca alegre, risueña o alegre como lo eres ahora.
Marta se encogió de hombros.
-No, Marta. Sé lo que estás pensando, pero no. Soy tu hermana mayor, ¿lo recuerdas? Y casi, casi lo sé todo de ti. No, no eres tú. Es muy significativa la expresión de “llevar una máscara” y es tu caso.
-Puede que me de miedo, que me sienta vulnerable.
–Quitarse la máscara es romper con esos miedos. –Determinó Rosa –Yo también lo he sentido, Marta. Pero llega un momento en el que si no te valoras, no lo hará nadie por ti. Friedrich Niertzsche decía “la mentira más común es la que nos contamos a nosotros mismos”.
Marta puso los ojos en blanco e imitó a su hermana con una mueca jocosa. Ambas rieron.
-Sé lo que quieres decirme, Rosa. Pero bastantes personas ya se han burlado en muchas ocasiones.
–Hagamos lo que hagamos, siempre tendremos admiradores y detractores. Disfruta y sé tu misma. Lo que quiera que pasó en el pasado ya sucedió.
Según Clarice Lispector, “elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario”.
Marta pudo pensar, a lo largo de los años en todas las máscaras que utilizó sin ser una festividad: cuando fingió una emoción que verdaderamente no sentía, cuando demostró su entusiasmo por un plan con los amigos que no deseaba, cuando aceptó tomar una decisión que en verdad no hacía latir su corazón con alegría.
Quizá nuestra máscara comience a formarse en la más tierna edad pero, ¿has pensado en las veces que has utilizado una máscara a lo largo de tu vida? ¿Qué intentabas tapar?
Sal y libérate, ¡eres única/o!
Un rincón seguro
La mano suave de mamá acarició su rostro. Al abrir los ojos, ella ya no estaba, hoy no había sonreído a su lado ni había cantado aquella canción de cuna que le invitaba a levantarse de buen humor.
Papá siempre decía que con 10 años, ya era edad suficiente para que me levantara de la cama sin ayuda de ningún adulto. Era muy difícil separarse de las caricias y de los juegos matutinos.
El desayuno estaba sobre la mesa de la cocina. Me relamía mientras terminaba de colocar mi jersey. No podía entretenerme, eso podría suponer algún enfado, aunque papá se había ido a trabajar temprano.
Me gustaba ver la televisión mientras desayunaba, pero mamá decía que era mejor no verla porque siempre había muchas peleas, pero lo que no sabía es que miraba cuando papá veía sus películas favoritas, dándose mamporros y los hombres tenían la cara llena de heridas.
En ocasiones había visto a mis padres gritar y decirse cosas horribles. Creía que era por mi culpa porque no había recogido los juguetes, porque no me iba a la cama cuando me lo mandaban o cuando la profesora dejaba una nota indicando que los deberes no estaban terminados. Es cuando papá gritaba más fuerte. Entonces, cuando mamá lloraba, le pedía disculpas y le decía que no volvería a hacerlo más.
Me pregunto si esto tiene que ver con lo que Marcos hace con Sara en el recreo. Escucho cómo le dice que es fea, que no le quiere y le tira del pelo. Sara llora como mi mamá.
Nuestro vecino le dice a mi papá que, a veces, hay que gruñir a las mujeres porque no son obedientes, pero creía que solo los niños podrían ser desobedientes, que los mayores son los que mandan. Pero, ahora que me acuerdo, Marcos también grita a su mamá.
En la televisión, hay muchos hombres que pegan a mujeres en las películas. Incluso nuestra profesora de religión dice que, cuando vivía Jesucristo, querían pegar a una tal María Magdalena porque tenía un trabajo feo para una mujer decente.
Me siento confuso. Un día se lo dije a mi amiga Lucía y me dijo que los mayores se gritan mucho, en todas las casas, pero yo no estoy tan seguro. En casa de Pablo, mi primo, le he visto jugar mucho con sus padres, pero ellos no gritan, no se pelean y siempre ríen. Allí me siento seguro.
Entre tanto pensamiento, la leche y los cereales han quedado esparcidos por toda la cocina. Ante el estruendo, mamá acude a recoger rápidamente los restos del tazón. Sé que está nerviosa, lo noto en su respiración, en sus manos temblorosas. Y veo su cara amoratada. Aunque papá no esté en casa, todo tiene que estar siempre en orden. Si se llegara a enterar de lo ocurrido, seguro que mamá será castigada otra vez, por mi culpa.
Siento miedo cada vez que escucho las llaves de papá, cómo encajan en la cerradura hasta abrirse. Recuerdo el día que aquel líquido caliente empapó toda mi pierna y cómo intentamos taparlo, pero él siempre está pendiente de todo detalle.
Tengo miedo, miedo de gritar a alguien como lo hace papá, de hacer daño a un amigo, de sentir llorar a mamá en cada instante, de no encontrar un rincón en casa donde sentirme seguro, de no tener a nadie a quien decirle “ayúdanos”.
Me pregunto si esto es real, si lo merezco, si soy culpable…
Reflexiona sobre la violencia
Por desgracia, muchos niños en nuestro país y en el resto del mundo, son víctimas de la violencia machista. Nuestra sociedad no nos enseña a ver claramente cuáles son los límites en la violencia y lo tenemos constantemente en nuestros hogares.
No es necesario que sea en el núcleo familiar, sino en nuestra propia cultura, en la escuela, en el ámbito laboral, etc. y se reproducen roles.
Las mujeres y hombres no son las únicas víctimas de la violencia intrafamiliar, sino también los propios hijos. Pocos niños reciben una ayuda especializada o son “obligados” a ver a sus agresores mientras se da un vacío judicial.
Deberíamos reflexionar sobre si la simple idea de violencia en todos nuestros ámbitos nos hace creer que es “normal” dentro de nuestra sociedad y que ha llegado para quedarse en nuestros pensamientos.